Enseñanza agronómica, ¿por dónde andamos?
- SAUL ESPINOSA
- 12 oct
- 4 Min. de lectura
Oscar Arce-Cervantes
Profesor del Instituto de Ciencias Agropecuarias
Universidad Autónoma del Estado de Hidalgo
Desde sus orígenes, la enseñanza agrícola se instaló como una respuesta educativa y social a la necesidad de profesionalizar los saberes del campo. A partir de 1832 se identifican los primeros esfuerzos formales —con la fundación de escuelas y la incorporación de materias como botánica, química aplicada y agricultura práctica— que dieron lugar a instituciones como la Escuela Nacional de Agricultura (ENA) y, posteriormente, la consolidación de títulos y perfiles profesionales. Durante el Porfiriato la educación agrícola recibió un impulso decisivo con la creación de escuelas primarias, secundarias, estaciones experimentales y planes de estudio orientados al uso de tecnología en la agricultura.
Restauración y modernización del extensionismo: Recuperar y reinventar los servicios de extensión universitaria a través de programas mixtos (presencial + digital).

El periodo posrevolucionario (1921-1945) marcó la profesionalización y la vinculación entre la formación agraria y la política pública, especialmente en procesos como la reforma agraria y la formación de ejidos. En esas décadas se consolidaron escuelas y propuestas pedagógicas enfocadas en la capacitación técnica y la investigación aplicada; se institucionalizó la investigación agrícola en estaciones como “El Yaqui”. Más adelante, en las décadas medias del siglo XX, convenios como el promovido por la Secretaría de Agricultura y la Fundación Rockefeller fortalecieron la formación de posgrado y la investigación, lo que contribuyó al surgimiento de institutos nacionales de investigación.
Será una posibilidad el crear ‘unidades de extensión universitaria’ vinculadas a programas curriculares que ofrezcan prácticas, servicios y microcontratos a productores locales
En paralelo, la llamada “Revolución Verde” introdujo variedades mejoradas, mecanización e insumos, transformando los objetivos y herramientas de la agronomía. Desde mediados del siglo XX, la extensión agrícola se consolidó como el núcleo del ejercicio profesional del ingeniero agrónomo: la difusión de tecnologías, la asistencia técnica y las parcelas demostrativas fueron el puente entre la investigación y el productor. La extensión estatal alcanzó gran magnitud con el Sistema Nacional de Extensión Agrícola (SNEA), que en 1971 llegó a contar con miles de profesionales desplegados en el territorio. Paralelamente, la oferta educativa superior creció de manera acelerada entre las décadas de 1970 y 1980, diversificándose en cuerpos docentes y orientaciones regionales.
A partir de finales de los años ochenta se registra un punto de inflexión: recortes presupuestales, cambios estructurales en el aparato público y la consiguiente pérdida de empleos para agrónomos, lo que provocó la disminución de los servicios de extensión y la ruptura de canales de transferencia tecnológica. Frente a este escenario, las instituciones de educación agrícola superior reaccionaron reformando planes de estudio y buscando financiamiento para incorporar nuevos paradigmas —entre ellos la dimensión ambiental— a través de instrumentos como el FOMES durante la década de 1990.

En el tránsito hacia el siglo XXI, el perfil del ingeniero agrónomo se ha redefinido: ya no es solo un técnico del campo, sino un gestor y administrador capaz de diseñar procesos productivos con criterios de competitividad, sostenibilidad y justicia social. Las tecnologías actuales —biotecnología, agricultura de precisión, cultivos protegidos y administración computarizada de insumos— ampliaron el repertorio técnico, mientras la globalización exigió la incorporación de prácticas de inocuidad alimentaria y acceso a mercados internacionales. Las acreditaciones y marcos de referencia profesionales (por ejemplo, los criterios de COMEAA) han enfatizado además la responsabilidad social, la ética y la conservación del medio ambiente.
Un área de oportunidad está en la sostenibilidad y al mercado laboral sobre agroecología, agricultura de precisión, comercio internacional y emprendimiento rural, todo emdiante certificaciones de competencias que permitan a egresados y productores capacitarse en tecnologías emergentes, inocuidad alimentaria y gestión empresarial.
Se debe considerar una agenda de funciones y necesidades para el ingeniero agrónomo contemporáneo: administrar recursos naturales con criterios sustentables, evaluar productividad y viabilidad económica, minimizar pérdidas en las cadenas productivas, promover la inocuidad y la calidad de alimentos, gestionar maquinaria e instalaciones, apoyar la adopción y validación de innovaciones tecnológicas y fomentar capacidades empresariales entre pequeños productores. Hay ámbitos de intervención concretos —desde manejo sustentable de sistemas productivos hasta mejoramiento genético, prevención de enfermedades y gestión de proyectos— que delinean un campo profesional amplio y multidisciplinario.

Finalmente, a pesar de las transformaciones y dificultades históricas, el ingeniero agrónomo sigue siendo una figura clave para la organización y el desarrollo rural. Las universidades deben mantener la actualización curricular y promover perfiles flexibles que integren ciencia, tecnología, gestión y compromiso social. El desafío es formar profesionales capaces de articular soluciones locales con políticas públicas, investigación aplicada y mercados, contribuyendo así a sistemas agrarios más resilientes, productivos y equitativos.
Completa tu lectura en; Gutiérrez Liñán J.L., Niembro Gaona C.A., Medina García A. y Arce Cervantes O. 2025. La enseñanza agrícola y la formación del ingeniero agrónomo y su importancia en la agricultura: Pasado, presente y futuro. En: Estudos em ciências agrárias e ambientais IV. Curitiba, PR: Editora Artemis. Edición bilíngue. DOI 10.37572/EdArt_31072559812



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